Corría el año de 1914, ya incorporados a la División del Centro, conocí a nuestro jefe, el hermano de don Venustiano Carranza, don Jesús Carranza.
El general don Jesús Carranza era para nosotros un paternal amigo, muy bondadoso y, a diferencia de don Venustiano, muy alegre y bailador; le gustaban mucho las "enfermeras"---que nosotros llamábamos las "enfermadoras"--- y cargaba un piano en su carro especial, el que sabía tocar muy bien, y sabiendo el coronel Adalberto de Avila, jefe de armas de Cerritos, esta afición musical de nuestro jefe, un día por la mañana que llegó a saludarlo y a rendirle parte de novedades, le llevó como obsequio ocho pianos que se había "avanzado" (eufemismo de atracar) en la región.
Una vez que se retiró don Jesús Carranza continuó su marcha, yo me quedé unos días en San Luis que coincidió con la llegada de don Venustiano Carranza.
Se comprenderá lo cerca que pude ver a don Venustiano pues yo estaba con el general Eulalio Gutiérrez, quien había sido nombrado recientemente gobernador de San Luis Potosí, hombre de las confianzas y estimación del señor Carranza y, a la hora del desfile me tocó hacerlo montado en un hermoso y enorme caballo alazán que a nuestra entrada en San Luis me regaló la viuda de Alejandro Salas, que fue maderista y jefe político... La viuda no sabía qué hacer con el caballo y seguramente, como ella me dijo, alguno se lo iba a robar, por lo que prefería regalármelo a mí.
Además me regaló la silla de don Alejandro, muy bordada y muy plateada. Como yo desde chico fui muy de a caballo y me sabía sentar y, a decir verdad, aunque habíamos muchos tipos criollos en la Revolución no éramos los más, don Venustiano se fijó, tal vez por el caballo y por el ajuar e hizo un ademán hacia Eulalio y luego me señaló a mí. Yo comprendí que preguntaba quién era y me puse en actitud de "parada" o como se dice ahora "de robar cámara".
Ya cerca de Carranza, el viejo puso cara adusta y en verdad que desde entonces no me cayó bien ni me fue simpático y las diez o doce veces que hablé con él en su vida, aunque me trató con atención y cortesía, nunca lo ví sonreír, con excepción de una ocasión, en una fiesta en honor de él que se celebró en Linares, Nuevo León, en la que el general Luis Caballero y yo bailamos un huapango.
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